Me sentí avergonzada en la caja del supermercado cuando mi sobrina empezó a llorar, hasta que un desconocido intervino y lo cambió todo.

Me llamo Helen y tengo sesenta y ocho años.
Hace seis meses, mi mundo se derrumbó.

Esa mañana, mi hijo y su esposa salieron a visitar brevemente a unos amigos. Habían prometido regresar por la tarde. Pero nunca volvieron.
En el silencio que siguió, su ausencia se sintió con más fuerza que nada que hubiera experimentado jamás.

Y de repente, volví a ser madre, esta vez de mi pequeña nieta, Grace, que tenía solo un mes de edad.

A mi edad, creía que lo más difícil de la vida ya había pasado.
Imaginaba tardes tranquilas podando rosas, noches leyendo en un sillón cómodo, quizá un viaje corto con amigos si mis ahorros me lo permitían.

En cambio, mis noches se convirtieron en largas horas caminando de un lado a otro con un bebé llorando en brazos, tratando de recordar cómo preparar la leche en polvo, con los ojos entrecerrados y las manos temblando de cansancio.

Había noches en las que me desplomaba en una silla, con la cara entre las manos, y susurraba a la silenciosa cocina:

¿De verdad soy capaz de esto? ¿Me quedan suficientes años para darle a esta niña la vida que se merece?

El silencio nunca me dio una respuesta, pero formular la pregunta me dio, de una forma u otra, la fuerza para seguir adelante.

A veces, cuando Grace finalmente se dormía en su cuna, me inclinaba para contemplar su carita —el suave balanceo de su pecho, el dulce aroma de la leche en su piel— y le susurraba:

¿Y si te decepciono, mi amor? ¿Y si soy demasiado viejo, demasiado lento, demasiado cansado?

Entonces ella suspiraba, y ese pequeño sonido —tan frágil, tan confiado— me tranquilizaba de nuevo.

Mi pensión apenas me alcanzaba para lo básico, así que complementaba mis ingresos como podía.
Acortaba las cortinas para los vecinos, daba clases de inglés a adolescentes y vendía bufandas hechas a mano en el mercadillo de la iglesia.
Pero cada dólar extra se me iba en pañales, toallitas o leche de fórmula.

Hubo semanas en las que me salté comidas para que Grace no pasara hambre. Hervía dos patatas y me convencía de que no tenía hambre.
Y aun así, cuando extendía sus manitas pegajosas para agarrar mis dedos, mirándome con los ojos de sus padres, sabía que todo sacrificio había valido la pena.

Ahora tiene siete meses; curiosa, risueña, tira de mis pendientes y chilla cuando le soplo burbujas en la barriga.

Su risa se convirtió en el sonido que hace latir mi corazón.

Esa tarde, ya se sentía el primer frescor del otoño cuando entré al supermercado con Grace en el carrito.
Me quedaban exactamente 50 dólares para el próximo pago.

Le susurré al oído mientras pasábamos entre los pasillos:

“Compraremos lo que necesitamos, cariño. Pañales, leche de fórmula y algunas manzanas para hacer puré. Luego iremos a casa y te prepararé el biberón. ¿De acuerdo, mi amor?”

Ella respondió con un pequeño sonido, y por un momento pensé que todo iba a estar bien.

Primero agarré lo esencial: leche de fórmula, pañales, toallitas húmedas, leche, pan, cereales, manzanas; y fui anotando mentalmente cada cosa que añadía.
Al llegar al pasillo del café, dudé.
Por un instante, casi pude percibir el intenso aroma del café que mi esposo estaba preparando.

Entonces suspiré y empujé el carrito un poco más.

“Puedes prescindir de él, Helen”, me dije. “El café es un lujo”.

 

Continúa en la página siguiente